sábado, 27 de diciembre de 2014

Volver al barrio


25 de diciembre. Veinte minutos largos para aparcar. No queda otro remedio, lo dejo en doble fila. Me encanta Valencia. Cuando vives en una ciudad fantasma y vuelves a la ciudad, o te tiras de los pelos o lo ves por el lado positivo. Yo lo tengo claro, he vuelto a la civilización. Número 11, puerta 1. "Abre". Y conforme abro la puerta... política otra vez. Qué raro. Qué comida espera...

Entonces vuelves a tener dos opciones: o participas o te mueres del asco. Evidentemente eliges participar. Tema estrella: Podemos. Si lo mezclas con nacionalcatolicismo, algo de nacionalismo catalán y un poco de corrupción, tienes la comida de navidad perfecta. Y seguramente todo vaya unido, a su manera. Estás de acuerdo en unas cosas, en otras no, pero te vas quedando con conceptos. Y quizá el que más cale sea: "hay que devolver la participación a los barrios, hay que acercarles la cultura, el teatro".

26 de diciembre. Día espectacular en Valencia. Y cuando vives en una ciudad fantasma a orillas del mar, pues tienes que aprovechar estos días. No sabéis el frío que puede llegar a hacer por aquí. Ducha rápida, zumo de naranja y tostadas y a la calle con Lucky. Es navidad, vamos a darle un paseo superior a cinco minutos, vamos a ver el ambiente, vamos a ver a los (pocos) niños con sus regalos, vamos a que discutas con otros perros. Y de repente una frase: "lo bueno que tenemos nosotros de tener la tienda en el barrio es que la gente te conoce y se mueve mucho por el boca a boca".

Y entonces surge la idea de escribir este artículo.


¿Y si el inicio de la solución pasa por volver al barrio?

Yo me crié en Valencia en los 90, en un punto intermedio entre Campanar y Benicalap. Posiblemente por tener la suerte de estudiar en un colegio privado fuera de Valencia, he tenido la desgracia de no disfrutar de mi barrio como cualquier chaval de colegio público lo ha hecho. Mis amigos eran de todas partes: centro de Valencia, L'Eliana, Campolivar, la Cañada... pero ninguno era de mi barrio. Yo no he conocido aquello de ir todos al cole juntos, o de volver del cole pasando por el horno a comprarnos los Donuts de chocolate, la Pantera Rosa o el Tigretón. Yo iba y venía en autobús escolar o con mis padres o abuelos. Yo no he conocido esas peleas a la salida del instituto, ese quedar con la chica de la calle de detrás de tu casa o esos partidos de fútbol cuando se acabasen los deberes. A cambio me llevé una educación estupenda, magnífica, y por la que estaré eternamente agradecido a mis padres. Ojo, no quiero decir que en la escuela pública no exista.

Perderte muchas de esas cosas implica que no conoces a la dependienta del horno, haces los recados justos a comprar carne en la carnicería o fruta en la frutería. Pero cuando iba con mi abuela me daba cuenta de que ella sí que les conocía. Es más, ir a comprar era una especie de acto social. Ibas, hablabas con una, con otro o con el de más allá. El dueño de la carnicería te fiaba las hamburguesas si se te había olvidado el dinero. También tardabas diez minutos en comprar una barra de pan. Total, eráis vecinos, una especie de gran familia. En todas partes tenías alguien con quien hablar.

Y de repente llega el boom inmobiliario. Lo que era la pista de Ademúz se convierte en la Avenida de les Corts Valencianes. Lo que era un descampado lleno de chabolas, ratas y ruedas, más el show semanal del reparto de la metadona debajo de mi casa cada viernes tarde se convierte en uno de los barrios más ricos y prósperos de Valencia, lleno de torres de viviendas y urbanizaciones de lujo. Pero se convierte también en un barrio sin vida, sin alma.

No sé como será la situación o el modelo de construcción que se ha llevado a cabo en otras ciudades, pero lo que ha predominado en Valencia han sido edificios altos o edificios con su pequeña zona social, pero sin bajos comerciales que den vida al barrio. Es entonces cuando te das cuenta de que no tienes fruterías o panaderías cerca, que no existe pequeño comercio en tu barrio. A cambio tienes una serie de bajos vivienda muy chulos que son propiedad de gente que al no tener los servicios de toda la vida alrededor acaban parando en el supermercado de turno para comprar una simple barra de pan. Y al final coges esa rutina, para cualquier tipo de compra, al Mercadona. Y para ver una película en el sofá, internet. Y para ir al cine, a las megasalas en las afueras de la ciudad.

Y poco a poco el barrio va perdiendo vida. Y te das cuenta que el todo a cien ya no es de españoles. Ni el bar donde tomaba tu padre el carajillo. Ni la frutería. Y que encima te cortan el pelo por 5 euros, un árabe, eso sí. Entonces te preguntas: ¿dónde está el barrio que conocí? ¿Dónde está la cercanía que han tenido mis abuelos toda su vida con la gente de su entorno? Ya no existe. Y una mente conspiranóica como la mía genera la siguiente conclusión: alguien ha buscado que se pierda la vida en los barrios, que se pierda el negocio. Si yo tengo X acciones invertidas en el supermercado Y, quizá me salga más rentable no crear bajos comerciales y provocar que la gente tenga que comprar en Y, del que yo saco beneficio. O igual es todo una gran casualidad.

Por eso propongo volver al barrio. Porque generalmente el dinero que se genere en el barrio, se quedará en el barrio. Porque hay que recuperar la cercanía, el contacto, la sociabilidad. Porque hoy en día, la solución de muchas personas pasa por las relaciones personales. Porque si al dueño del horno le hace falta un trabajador, antes contratará al hijo de la señora Pilar, a quien conoce de toda la vida y sabe que es buen chico, que a cualquier persona que no sabe si va a funcionar. Porque cuando se te estropea la lavadora y conoces al electricista de la esquina, sabes que te va a cuidar por ser vecino, se va a portar con el precio y el servicio, y que puede que parte del dinero que gane se lo gaste en almuerzos en el bar de tu cuñado, quien comprará el género en la frutería en la que trabaja tu marido. También sabes que no vas a tener problema en cambiar la nevera y pagarla en tres meses porque siempre has cumplido y confío en ti, no hace falta que me traigas tres nóminas y un historial crediticio impecable para 300 euros.

Y así es como ha funcionado siempre, y no nos ha ido tan mal.

Yo soy un nostálgico de mi infancia, lo reconozco. Yo recuerdo el sabor de las napolitanas de chocolate del Forn de Manuela, y cuando 12 años después, de casualidad, coincido con alguien que dice "Yo soy la propietaria del Forn de Manuela", no puedo evitar decir "pues menudas napolitanas me he comido en tu horno". Sinceramente, no me veo diciéndole a Juan Roig "menudas napolitanas me he comido en Mercadona". Al igual que hoy en día recuerdo esas hamburguesas de pollo que traía mi abuela y que son las mejores que he comido en mi vida. Y no eran precisamente de Carrefour. O la fruta del mercado de Benicalap, infinitamente superior en calidad a la de Consum. Creo que no hay atrevimiento suficiente como para preferir la pastelería de un supermercado a aquella en la que tu abuelo ha comprado los pasteles toda la vida. Pero la comodidad seguramente nos lleve a cambiar calidad por rapidez. Y nos equivocamos. Y ojo, el precio no es siempre mejor en las grandes superficies.

Pero la culpa no es solo nuestra. En un curso organizado por el Gremio de Panaderos y Pasteleros de Valencia, el propietario de la cadena La Tahona del Abuelo dijo una gran verdad: "nosotros somos culpables, no hemos sabido vender los beneficios y la calidad de nuestro producto, y los supermercados nos han ganado la partida". Y seguramente sea cierto, mucho pequeño comercio no ha sabido adaptarse al cambio, no ha sabido renovarse, y se han limitado a vivir de la clientela de siempre. El problema es cuando esa clientela va desapareciendo, y acabas teniendo que vender al empresario chino de dudosa reputación.

El futuro está en nuestras manos. Es un momento difícil, aunque de todo se sale. Pero muchas veces quizá haya que volver a los orígenes, sobre todo cuando no nos ha ido tan mal. Porque el roce hace el cariño, y la cercanía hace el roce.


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